Sonia Calcagno Vigna: La Muerte de las Tortugas

Eran muy grandes. Las tres. Con esos enormes caparazones rígidos de color oscuro, del color de la tierra, como escudos protectores. Y sin embargo tan frágiles, tan débiles. Los cuerpos blandos, que a veces se esconden en los caparazones y pierden toda posibilidad de avanzar, de moverse, de ser. Lo rígido y lo blando, lo muerto y lo vital, lo que resguarda y lo que puede ser dañado.

Empieza la tormenta. Viento , lluvia, relámpagos. La casa tien dos puertas-ventanas de dos hojas con sus vidrios divididos en cuadrados. Están abiertas. Afuera está el parque oscuro, de enormes y negros árboles, más amenazador ahora, cuando empieza la tormenta. En el parque viven las tortugas. Son muy grandes y van a intentar guarecerse en la casa. Tengo que cerrar las ventanas. La primera es fácil, pero el viente se vuelve más fuerte y no puedo juntar las dos hojas de la otra. Creía estar sola pero hay un hombre en la habitación que se acerca por detrás. Me rodea con sus brazos y me ayuda a luchar contra el viento, mientras nos mojamos con la lluvia helada. Finalmente juntamos las dos hojas y mientras el las sostiene con fuerza para mantenerlas unidas hago deslizar la falleba. Despue´s cerramos las cortinas de e tela, azules, casi negras. Ya no vemos los relámpagos, a lo lejos se scuchan aún algunos truenos, el viento ha cesado y la lluvia empieza a caer mansa, acompasada.

No tengo que quearme en esa habitación, no debo dormir allí. Siento aún el calor de su mano cuando se juntaron por casualidad con la mía cerrando la ventana. Recuerdo el segundo que duró ese contacto y lo voy a recordar siempre.

El vuelve de la cocina con un trapao y un balde para recoger el agua que mojó el piso de madera junto a las ventanas. No me arevo a decir nada y trato de recuperar el calor acercándome a la salamandra encendida. Le coloco algunos leños.

Se apagan las luces. Acá siempre pasa alo mismo cuando hay tormentas. Tengo que irme pero me faltan fuerzas para lograrlo.

Aquella mujer estuvidamente mala que intenta suicidarse y no se muere, que me llama, que me reclama, manda decir que vaya a verla y no quiero, no me duelen sus heridas, solo pretendo orír la verdad de sus labios y ella no sabe decirla. Apuesta hacia la muerte porque está sola, siente que nadie la necesita. Es un poco extraña, la conozco dede hace tiempo y no la comprendo. Pero sé que es mala, que tiene esa maldita capacidad de decir cosas locas y malas, que duelen. No conozco la palabra cuyo significado sea:"los que hacen sufrir", pero si los reconozco a ellos, a todos los que hieren, algunas veces sin querer y otras a pesar de si mismos. Y se cuan heridos están, tienen miedo, mucho miedo y lo contagian.

Las luces se encienden, evito mirarlo y creo que él hace lo mismo. Tengo que irme. No es muestro lugar, no es nuestro momento. No tenemos ni tendremos nunca un momento y un lugar. Sólo un instante. Los brazos rodeándome, los dos contra la tormenta, mi mano escondida dentro de su mano. Pero ya cerramos las ventanas, lo peor de la tormenta ha pasado, las tortugas no lograron entrar.

Los caparazones de las tortugas son duros, fríos y también protectores. Los cuerpos viscosos no se mojan, escondidos dentro del caparazón. Aunque quisieran avanzar no podrían entrar porque hemos cerrado las ventanas. Están las tres juntas en algún lugar del parque. Parecen rocas que la lluvia moja suavemente.

Siento deseos de dormir, la noche va creciendo y sé qe vendrá el amanecer, con la luz del sol que acabará con la irrealidad de estos momentos, quizas mañana siga lloviendo pero igual será de día.

Traigo una manta de los dormitorios. Le doy algunas a él y veo que se sienta en el sillón junto a la estufa. Se hunde allí sin hablar. Debo irme y sin embargo me recuesto en el sillón grande. Debo irme y no obstante me acomodo para dormir. Tengo una sensación de calidéz de felicidad, de protección. A la vez pienso que no tengo derecho a quedarme , aunque sea mi casa. Me da miedo saber con certeza que no quiere irse, que le gustaría acercarse, quizas hablar.

Me levanto a pagar las luces. Vuelvo a acurrucarme en el sillón. Ahora me está mirando y voy a dormir bajo su mirada protectora. Aquel otro hombre parecía un cuerpo sin caparazón, sin protección, reptando de aquí para allá, sin encontrar su escudo, su firmeza, su fuerza. Yo, que creía tener todo eso pero estaba segura de haber perdido el alma, le hice un lugar en mis huevos, en mis cavidades, pero no pude extender los brazos, pero no pude extender los brazos para recibirlo. Me despierto pensando en la mujer que para suicidarse se corta los brazos.

Cuando despierto está junto a mi, me acaricia el pelo aún húmedo. Quizás no, solo estoy soñando y él se fue a la habitación. Muy quieta espero que el sueño o la certeza me invadan. Las manos son cálidas, su respiración progunda muy cerca de mi rostro, el silencio es agobiante. No me atrevo a abrir los ojos, no quiero despertar.

"Te quiero tanto, tanto..." dice. Nunca creí que ellegara ese momento. Está de rodillas junto a mi sillón. Quiero estirar los brazos y abrazarlo. Pero no hay forma de salir del caparazón gris, frío, duro.

Sintiéndome se rechazado se esconde en su sillón y yo me levanto. Comienzan a oírse los ruidos del día, los olores de la mañana, en la cocina alguien prepara café y tostadas. Me levanto y abro las ventanas: no llueve, hay un tibio sol de invierno. Salgo me voy caminando por aquel camino que me alejaba de mi casa, hacia la escuela. Voy como cuando era niña, disfrutando del amanecer perdido el futuro con el que soñaba.

Contra la lluvia, el frío, el viento, las tortugas han logrado sobrevivir y lentamente van tras mi.

Colonia del Sacramento, agosto de 1992.

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