Bajo la Lluvia

BAJO LA LLUVIA

Bajo la lluvia, un hombre con un paraguas se acercó.

Era raro estar en la playa, era otoño, pero el día había comenzado soleado y casi cálido. A Cristina no le importaba mojarse con la lluvia, ahora. De todas maneras no pudo negarse, en principio, ante la actitud solícita y se estaba preguntando de dónde habría salido ese hombre cuando él le dijo: "Me llamo Miguel, vivo en aquella casa".

No pudo mirar al hombre de frente, sólo percibió su figura alta y desgarbada y miró hacia el caserón antiguo que él le señalaba, construido demasiado cerca del mar, que parecía abandonado desde siempre y se sintió intranquila. Se acordó de "Fúlmine", aquel de las historietas, y temió algún contagio de mala suerte. No le importó la lluvia para nada, entonces, y murmurando: “No lo necesito, gracias”, se fue de la playa despreciando su ayuda.

Mientras caminaba lentamente bajo la lluvia hacia el hotel que quedaba bastante cerca pensó que conocía de esos hombres flacos, altos, vestidos de negro y con un paraguas previsor. Sabía cuán amables suelen ser al acercarse la primera vez. Parecen frágiles e inofensivos. Son hombres muy peligrosos, pensó.

De todas maneras no pudo resistir la tentación de mirar hacia atrás y vio como el hombre, caminando hacia su casa, se acercaba a un grupo de tres jóvenes en torno a una camioneta.

Al principio, esos muchachos no reconocieron al Dr. Dimeguris y le pidieron ayuda. Se negó. No quería mucho a esos jóvenes y disfrutó un poco de verlos embarrados, sudorosos por el esfuerzo y a la vez, mojados por la llovizna, tratando de sacar la enorme camioneta del zanjón. Se quedó un rato, mirándolos desesperarse en infructuosos movimientos e imaginando las consecuencias del accidente, que si bien no había tenido heridos les traería otro tipo de problemas, pensó. Decidió irse, antes de que empezaran a insultarlo. "Lo tienen merecido", murmuraba mientras se alejaba.

Al llegar al hotel, Cristina, a quien le pareció comprender la situación que vio a lo lejos, hizo que llamaran a un remolque para la camioneta de los muchachos. De nochecita recibió un ramo de flores, sin tarjeta identificatoria y no supo qué pensar. De una cosa estaba segura, no empezaron sus vacaciones como ella quería. Se había propuesto no hablar con nadie y estaba muy intrigada y con ganas de hacer preguntas. En ese balneario pequeño seguramente cualquiera estaba dispuesto a aportar alguna idea aunque no fuera la verdadera explicación.

A la mañana siguiente, aunque no llovía estaba gris, y Cristina pensó en olvidar todo, el incidente del día anterior y todo lo malo que le había pasado en la vida. Por supuesto que no pudo mantener su propósito. En realidad Cristina era de naturaleza charlatana y comunicativa. Había elegido irse de vacaciones sola para reflexionar sobre su vida, tenía la sensación de estar en un momento especial. Pensó que un tiempo alejada de su rutina habitual le ayudaría a pensar cosas y promover algunas variantes en su vida. Cristina era una correcta empleada de una gran empresa de telecomunicaciones, estaba sola y tenía algunos pocos buenos amigos y tres hijos grandes que ya no la necesitaban.

Después de desayunar en su dormitorio- el día anterior había arreglado que le trajeran el desayuno a las ocho y lo encontró en la puerta, anunciado por tres golpes leves- se vistió y bajó decidida a tratar de averiguar quién era el hombre del paraguas y quién le había mandado las flores.

El hotel estaba convulsionado, en el balneario había pasado algo fuera de lo habitual, una mujer había desaparecido. Una señora de su casa, Mabel Ruiz, era el nombre, joven, más o menos treinta años, casada con un empleado que atendía a la vez la casa de videos y la florería del balneario, madre de tres niños pequeños, había salido a buscar a sus niños a la escuela y no había llegado hasta allí, ni regresado a su casa.

A Cristina le pareció ridículo tratar de develar sus personales incógnitas y emocionante estar allí, donde todos estaban tan conmovidos. Todos eran el conserje, que parecía ser el dueño del hotel, un empleado que se encargaba de las valijas y las tareas más pesadas y dos mucamas. No había otros huéspedes. El grupo se instaló en los sillones del hall, la noticia inusual habilitó eso, y ella se integró silenciosamente a la rueda de comentarios.

“Mabel no nació acá, nunca supimos bien de dónde era. Seguro que se fue a su pueblo.”

“¿Lo arrestarán al marido?: él no le era fiel”

“Me dan pena los niños, esperando en la escuela: aunque el padre llegó enseguida”

“Pasaron muchas cosas raras ayer, los muchachos de la camioneta se la habían sacado a los padres de uno de ellos.”

“El Dr. Dimeguris paseando por la playa, eso tampoco es lo común.”

“Mabel era triste y callada, no tenía ni amigas.”

“¿Los muchachos trajeron flores para usted?.”

“¿Que le dijo el Dr. Dimeguris?, él nunca habla con nadie...”

Cristina, sin responder a las preguntas que empezaban a caer sobre ella, resolvió irse a caminar, finalmente se sentía acusada sin razón, sólo por ser la única forastera que había en el balneario no tenía por que estar relacionada con la desaparición.

El hotel quedaba casi sobre la playa, un poco retirado del pequeño conjunto de casas, hacia el lado contrario estaba el caserón del Dr. Dimeguris, ahora ya sabía su apellido, pensó. Cristina no conocía aún el balneario, y decidió recorrerlo. Era un lindo lugar, las casas eran viejas pero cuidadas y agradables, la presencia del mar, el olor al agua salada, lo hacían más agradable aún. Las personas con que se cruzó la miraban con cierta extrañeza y supuso que era raro haber venido de vacaciones en pleno otoño. Vio la casa de videos, pegada a la florería, ambas cerradas, la comisaría desde donde salió un hombre joven y muy serio y presumió que sería el esposo de la desaparecida, incluso vio la escuela y descartó la idea de entrar a la iglesia.

Iba pensando en sus cosas, en el Dr. Dimeguris y en el misterio de esa madre que decide huir dejando a sus hijos. Todo estaba confuso en su cabeza. Llegó hasta el puertito de pescadores y se sentó en el muelle, desafiando el frío y la llovizna que había recomenzado y las miradas de los hombres que trabajaban por allí. No pudo resistir mucho rato. Volvió al hotel y decidió encerrarse en su habitación hasta la hora de almorzar.

El Dr. Miguel Dimeguris era un hombre solitario. Había sido siempre así, incluso en los años que estuvo casado con Mercedes. Unico hijo del médico del balneario, no heredó la vocación pero sintió la obligación de ir a la capital a estudiar medicina. Se recibió, volvió y nunca ejerció. Las gentes del lugar se empeñaban en poner el título delante de su nombre seguramente por contradecirlo, porque a nadie simpatizaba. Los padres- ya fallecidos- sí habían sido parte de la sociedad desde que llegaron, muy jóvenes. El padre fue el típico médico de pueblo, querido por todos, la madre era una mujer amable y amistosa. Tenían una sólida relación entre ellos y el hijo quedó solo al lado del amor de sus padres y se convirtió en un personaje huraño, que rechazaba a todos y era rechazado por todos. Seguía viviendo en la casa que ellos habían comprado apenas llegaron, había nacido allí y tenía la certeza que allí moriría. Los padres ahorraron algún dinero, además, e invirtieron en los botes de los pescadores, así que Miguel jamás tuvo que pensar en trabajar para sobrevivir. Seguramente eso aumentaba la antipatía de sus vecinos. Pero no era mala persona y cuidó con esmero a Mercedes, durante la enfermedad, que fue larga, desde los primeros síntomas hasta que falleció. Ya hacía tres años de la muerte y él pasaba los días encerrado leyendo ó mirando las películas que llegaban al video del pueblo. Nunca visitaba a nadie, ni era religioso, ni colaboraba en la comisión de la escuela, ni tenía amigos, ni iba al bar. Pero no era malo. Tenía casi cuarenta años, y era muy delgado. Comía para sobrevivir, no disfrutaba de la comida ni de la bebida. Era un solitario. Por eso se había sorprendido de sí mismo cuando sintió deseos de ayudar a esa mujer en la playa, cuando le pareció que una gran tormenta se acercaba y buscó el paraguas. La respuesta de la mujer le hizo sentir que se había equivocado. No se enteró de la desaparición porque volvió a encerrarse en su casa. No tenía radio, sólo la televisión que no tenía canal local.

El cuerpo de Mabel apareció en la tarde, las olas lo devolvieron a la playa. Cristina se enteró por una de las mucamas, y se sintió muy mal. Como fuera le pareció algo muy cruel de parte de Mabel dejar solos a sus hijos, esperando en la escuela. Pero después empezaron a circular otras versiones. La palabra asesinato estremecía a todos los habitantes del balneario, pero de todas maneras se iba repitiendo, como en un susurro. Cristina empezó a pensar que debería irse, regresar a su ciudad, pero algo la retenía. Por supuesto que no podía ir a la playa donde había aparecido el cadáver, aunque el sol había reaparecido, y siguió encerrada en la habitación. No sabía dónde ir ni que decisión tomar pero tampoco sabía qué hacer con su vida. Tenía cuarenta y seis años recién cumplidos, ese era un dato de la realidad y nadie ni nada la reclamaba. Recordó toda su historia, desde que su madre los dejó y cuidó de su padre y sus hermanos mayores hasta que el padre murió y los hermanos se hicieron grandes. Cuando se casó también cuidó a su esposo que muy pronto la dejó sola criando a sus hijos que muy tempranamente independizaron sus vidas. Habían pasado treinta años desde la huida de aquella mujer que nunca la cuidó a ella. Pensó que esas vacaciones eran para empezar un tiempo para sí misma, para hacer lo que quisiera, para encontrar un rumbo, algo que le alegrara, internamente, ó por lo menos le quitara el aburrimiento. De todos modos, no encontraba respuestas. Más tarde, casi de noche, se baño y se vistió. Empacó. Bajó, entregó la llave de la habitación en la portería y dejó allí la valija. Nadie le preguntó nada. El gran espejo del hall del hotel le devolvió una agradable imagen. Caminó lentamente hacia la casa del Dr. Dimeguris. La noche era clara y se sentía tranquila. El la vio llegar, abrió la puerta y salió a la galería. Cristina tenía miedo de mirar de frente a aquel hombre. Sin mirarlo, empezó a hablar. El le respondió amablemente y la invitó a pasar. Ella comprendió enseguida que nunca se iría de aquel lugar. En los recuerdos la muerte de Mabel y las otras muertes siempre fueron asociadas.

Sonia Calcagno Vigna Colonia, noviembre de 2001

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