LA MUJER DEL DRAGON

1- Hacía ya un mes que había recibido la carta de unos amigos que le anunciaban su llegada y le pedían que tratara de ayudarle a resolver su estadía en el pueblo. No le disgustó para nada el encargo, al contrario, le complacía todo lo que implicara novedades en aquel pueblo en general muy aburrido. De todas maneras le pareció excesivo alojarlo en su casa y averiguó de pensiones y lugares para comer que no le resultaran demasiado caros. Pensó que algunos días ella lo invitaría a cenar, porque le dio un poco de pena dejarlo en la pequeña habitación de la primera pensión que vieron. El hombre no demostró tener demasiadas exigencias para su alojamiento. Le indicó un lugar adecuado para almorzar. La tristeza del hombre le gustó.

Luis quedó solo en la habitación y comenzó a ordenar las pocas cosas que traía en su bolso. “Casi desnudo como los hijos de la mar”, se murmuró. La ciudad le había gustado, la vieja estación de ferrocarril, las pocas calles que habían caminado, quería ver el puerto y los museos, pensó en salir a caminar antes de ir a almorzar, ojalá que esa mujer no molestara demasiado, también pensó. El tenía sus planes para los tres meses que pasaría en ese lugar. Miró a su alrededor: una cama, mesa de luz, una mesa chica de cármica con dos sillas, dos horribles cuadros que descolgó y la única iluminación desde una lámpara en el techo, con una pantalla de papel de colores absurdos y estridentes. La luz natural venía desde la puerta de entrada a la pieza, que tenía dos hojas, vidrios y postigos. El baño estaba afuera y aunque no le importaba compartirlo se alegró de saber que era el único pensionista. Tomó el maletín y la libreta, y salió a caminar, antes de ir a almorzar.

El viejo almacén, ahora convertido en comedor para pensionistas, algunos viajantes de comercio y muy pocos visitantes ocasionales, era fresco, oportuna temperatura para aquel tórrido verano pueblerino. Las dos únicas ventanas, en torno a la puerta central que daba a la calle, estaban orientadas al sur, y nunca entraba el sol en ese local muy grande, con mesas para dos o cuatro personas, muy separadas entre ellas y con manteles de nailon de colores pálidos. Javier, el único mozo del comedor, era un muchacho joven y de lindos rasgos, ojos y cabello castaños, cuerpo fornido y bien proporcionado. Cuando llegó el hombre del maletín y la libreta, comprendió enseguida que ese hombre sería capaz de dibujar el dragón. No le causó ninguna sorpresa saber que era pintor y que aquel maletín negro y rígido contenía papeles, lápices, pinceles y colores. Pensó que ese hombre sabía muchas cosas que él desconocía, y se consoló pensando en otras que seguramente el hombre ignoraba y él ya había logrado comprender. A Javier le gustó ese hombre mayor, que parecía tener casi cincuenta años, flaco, solo, serio y callado.

Luis había resuelto pasar tres meses en ese lugar – siempre ponía marcos temporales a las pocas decisiones que tomaba en su vida – y ese comedor le pareció enseguida el lugar adecuado para los almuerzos. Era barato, se comía bien y la gente parecía amable y poco entrometida. Sólo el mozo, que lo miraba de forma especial, le produjo una cierta reserva. Pero el local era limpio, amplio, tenía algunas viejas humedades en las paredes, adornos bastante feos, cuadros raros, y una gran foto muy linda de otro viejo almacén que él conocía de sus vagabundeos por todo el país. Pensó que sería frío en invierno cuando él, seguramente, ya no estaría allí. 2-

Dos días después, Ana llegó por la pensión, con el pretexto de llevar a Luis a ver la bajante en el río, cosa que nunca sucedía en esta época del año, le dijo. Aunque era verano, desde la madrugada comenzó a soplar un viento fuerte y frío que parecía querer llevarse las aguas hacia atrás del horizonte, le contó. Como pensó, con acierto, que Luis no había traído abrigos, le trajo una vieja campera y unas botas de goma, de su marido, que había muerto ya hacía tres años, seguía hablando, esa mujer. Para convencerlo le decía que las oportunidades eran pocas, que no siempre había bajantes, que a veces se encontraban reliquias, y tesoros, que era hermoso caminar por los territorios que pertenecían a las aguas. Finalmente, salieron a caminar por la playa.

Luis estaba incómodo. El había elegido ese lugar para renovar sus ritos entre desconocidos que no preguntaran, que le rodearan sin pretender saber nada de él. No es que tuviera nada que ocultar, más bien, tenía pocas cosas que decir. El quería pintar la ciudad, desentrañar misterios y volverlos formas y colores en el papel, conjurar esos fantasmas que le atormentaban un poco, pero la mujer, esa mujer, linda y conversadora, no entraba en sus planes. De todas maneras el paseo le resultó agradable. Quedaron en encontrarse unos días después para ver el atardecer desde las ruinas de una fábrica que ella quería hacerle conocer.

En el comedor, Javier observaba a Luis. Era un hombre metódico y ordenado, sin duda. Llegaba a las once y media, se sentaba en la tercera mesa de la pared de la derecha y terminaba su almuerzo a las doce y cuarto. Sopa, dos platos y un postre, y los lunes, miércoles y viernes, agua mineral; los otros días de la semana, cocacola y los domingos un vaso de vino tinto. Javier estaba seguro de que, después de comer, se iba a dormir una siesta hasta las dos de la tarde. Tenía que hacerle comprender a ese hombre que era capaz de dibujar el dragón y sabía que no era fácil. Tratando de no irrumpir muy violentamente en sus costumbres, comenzó a hablarle un poco entre la sopa y el primer plato. Después se sentaba frente a él y un día le mostró su propio tatuaje. Luis abrió la libreta de apuntes para sus cuadros. Javier vió, entre los apuntes, la casa donde él vivía y le pareció una buena señal, aunque no dijo nada. Pensó que todo iba a salir bien, que iba a ser bueno para el pintor, para la mujer que quería ser tatuada y para él mismo. Esa mujer era complicada, sin duda, pero era eso lo que más le atraía de ella. Desde algún tiempo estaba insistiendo con el dragón que quería ver dibujado en su pierna. Javier conocía la técnica del tatuaje y sabía dibujar algunas cosas pero no sabía dibujar un dragón. Lo veía pero no podía dibujarlo. Tenía temor de que Luis no pudiera imaginarlo y pensó que si este hombre conociera a esa mujer, su forma de hablar, de sentarse, de mirar, el color de su piel, su perfume después de hacer el amor, pero sobre todo a la mujer haciendo el amor, desbordada, apasionada, desatada... Pero era imposible, no podía ni quería permitirlo. Intuía que los monstruos y las fantasías que la mujer liberaba en su pasión tenían un lugar en los espacios aún vacíos en las pinturas de Luis, pero ese no era su asunto, ni tampoco su problema.

Luis también recibía con agrado, en su mesa, al dueño del comedor, un hombre viejo y siempre un poco borracho, que se paseaba entre los comensales y conversaba un poco con cada uno de ellos. Uno de esos días, el viejo, señalándole la foto, comenzó a hablarle de su pueblo natal, de cuando era niño y feliz, jugando en la huerta que estaba frente al almacén de sus padres. Luis lo interrumpió para decirle: “donde ahora hay una plaza” y el viejo se quedó sorprendido y contento. Empezó a mirar con más respeto a ese hombre que conocía y hasta había dibujado lugares de su pasado. Le inspiró otra confianza y le contó cosas de su vida. Luis siempre fue buen oyente y las historias del viejo le gustaban. También le gustaban sus propósitos de ayudar a Javier y su familia, el viejo era un hombre solo, que nunca se había casado y no tenía hijos. Luis comenzó, él también, a querer al muchacho, tan vital, tan joven, algo misterioso, con esa historia de la mujer que quería ser tatuada.

Por otra parte, Ana, había incorporado a su vida, los encuentros con el pintor. Supo las cosas que le interesaban y fue encontrando motivos para visitarlo y pasar con él largos ratos mientras pintaba. Le iba proponiendo nuevos lugares, opinaba sobre los colores pálidos de su paleta, se vestía y se pintaba los ojos y los labios con los violetas y rosados que a Luis le gustaban, lo invitaba a cenar y cocinaba para él las mismas comidas que la madre le preparaba cuando era un niño. Se sorprendía de conocerlo tanto, aunque no sabía nada de él. Una tarde, en el muelle, tuvo que ayudarlo a bajar por una escalera vieja, de madera, y sintió su temblor con placer. Sintió en el temblor de él su propio miedo a la altura, a la brisa, a la vida.

3-

Al poco tiempo, cuando Luis iba a almorzar, Javier se instalaba en su mesa, y pasaba un rato, entre la sopa y el primer plato, explicándole como debía ser el dragón. El primer inconveniente que pudo interponer Luis fue decirle que él sólo pintaba lo que veía y nunca había visto dragones. En realidad no era totalmente cierto, porque, ya hacía algunas noches que soñaba con un dragón, hasta con colores, que para el tatuaje no eran necesarios. El dragón, el mozo, las dos mujeres, se iban metiendo en su vida. Tenía pesadillas, veía el dragón, tatuajes que sangraban, mujeres que querían hacer el amor con él, sus pinturas se teñían de rojo. La realidad era distinta, el color del lugar era rosado, con tintes violetas y lilas, el aroma de jazmín del país, las viejas casas, a las que nunca entró, parecían prolijas y ordenadas, había jardines hasta en las veredas y en torno a los árboles de las calles crecían malvones. En algunos rincones encontraba santaritas y glicinas en flor. Pensó que todas esas plantas no florecían en la misma época, pero no le importó. Era una de esas cosas que él podía hacer en sus pinturas: florecer todas las especies al mismo tiempo.

Una tarde, en la casa de Ana – una casa pequeña, fresca y agradable, con un alero frente a la playa – mientras la mujer preparaba el té, Luis tomó el sobrecito de Hornimans y le dijo que, finalmente, allí estaba la solución. Como ella lo miró sorprendida le contó toda la historia. Ana no dijo nada pero pensó cuan complicada resulta, algunas veces, la vida.

Al mediodía siguiente, en el comedor, Javier rechazó el dibujo, él necesitaba una imagen de ocho centímetros de diámetro, por lo menos, le dijo, y le pidió que lo agrandara. Esa noche, Luis no durmió. Fue por la casa de Ana, y estuvo allí desde la hora del té hasta casi la medianoche, ella estaba con su vestido violeta y los ojos pintados de violeta y rosado y su boca también rosada y sus labios sonrientes y la voz amable y su deseo de ser besada casi lo habían enloquecido. Huyó a tiempo y en la habitación de la pensión se dispuso a hacer la ampliación del dragón. Era un desafío extraño. El dibujo iba a ser parte de la piel de una mujer, iba a envejecer con ella, también iba a morir. No podía ser, pensó, sus pinturas eran para volverle inmortal y a ésta, en algún ataúd, se la comerían los gusanos. Algo que tenía que ver con las sombras que quería incorporar a sus pinturas de la ciudad, lo obsesionaba, recordaba que Ana le decía que debía de dejar de buscarlas en los libros de historia, de hurgar en los museos, que estaban en él. No durmió y sin dormir se fue a almorzar. Javier rechazó el dibujo, de nuevo. Luis le había traído un dragón con lilas, rosados y rojos y él necesitaba un dibujo lineal. Le explicó nuevamente el método del tatuaje y lo dejó conversando con el patrón. Cuando lo vió irse le pareció que estaba más viejo y agobiado que otra veces.

Luis hizo, esa misma tarde, la síntesis con total facilidad. Durmió muy bien por la noche y a la mañana siguiente le entregó el dibujo a Javier, que finalmente lo aceptó. Cuando Luis volvió a su pensión, antes de dormir la siesta, escondió en el fondo de su bolso el otro dibujo, pensando casi con desesperación que jamás Ana debería verlo, pero no se animó a romperlo. Creyó, también, que aquella historia había terminado.

4-

Poco tiempo después comprendió cuanto se había equivocado. Se encontró pensando que quería ver el dragón en la pierna de aquella mujer. Logró averiguar que no era la esposa del mozo, como pensó al principio. A la esposa la conoció, de casualidad, un día que paseaba por la ciudad, por algunos sitios que le agradaban especialmente, y encontró a Javier y su familia, tomando mate en la vereda, frente a la puerta de su casa. El mozo le presentó a la mujer y los tres hijos, el más grande era casi un adolescente. Después Javier lo acompañó unas cuadras y le explicó que el mayor era hijo de su mujer, no de él, y le agradeció que nunca mencionara nada de la historia del tatuaje.

Ana había dejado de buscarlo y Luis fue hasta su casa, a invitarla a almorzar con él, en el comedor del viejo. La mujer pareció dudar, pero finalmente aceptó. Cuando llegaron al comedor, ese día, Javier estaba especialmente locuaz. Mientras servía la comida le contó, por lo bajo, a Luis, que ya había hecho el dibujo, en la entrepierna, cerca de la pelvis, que de frente no se veía, que no había sangrado casi nada, que estaba cicatrizando muy bien. Mientras le hablaba, miraba a Ana y se sonreía sigilosamente. Ana, que parecía conocerlo de antes, le preguntó a Javier por su mujer, por sus hijos, por el hijo de su mujer. El mozo le respondió que estaban todos muy bien y le contó que el muchacho iba a empezar a trabajar allí, en el comedor, que el patrón lo iba a contratar como ayudante en la cocina. El viejo se acercó, en su recorrida habitual y comenzó a hablar con Luis. Pero esta vez, sus relatos lentos, de borracho nostálgico, y de cómo quería a Javier como a un hijo y del trabajo que le iba a dar al hijo de su mujer, le molestaban. Veía que, Ana y Javier, conversaban entre ellos, Luis no podía oir ni siquiera imaginar de qué hablaban. Ese almuerzo fue muy largo. Cuando al fin salieron con Ana a la calle, el sol restañaba en las calles de adoquines y las flores estaban cerradas. Ana le iba diciendo que era imposible, según Javier, conocer a la tatuada, que ella había intentado convencerlo pero el muchacho se negaba, que por los caprichos de un pintor no quería poner en riesgo su matrimonio, ni su relación clandestina, que se conformara, que Luis no tenía derechos sobre el dibujo, que eso no era lo que habían hablado. Mientras la escuchaba Luis pensaba: “Esta mujer está mintiendo, las mujeres siempre mienten, no quiero oírla, no quiero verla más”

5-

Esa noche las pesadillas volvieron. La piel de Ana, sus piernas siempre ocultas bajo los largos vestidos violetas, él intentando levantar esos vestidos, encontrar el dibujo, desentrañar los misterios, pero los sueños se interrumpían sin que lo pudiera lograr. La vigilia era peor. Decidió ponerse a pintar. La madrugada lo encontró pintando, no salió en todo el día de su habitación. Pasó tres días, encerrado, pintando febrilmente. Juntó los apuntes de la ciudad con las flores, las piedras, los dragones, las mujeres. Rojos, morados y marrones, manchas muy oscuras, casi negras.

Nunca volvió al comedor. Empacó sus cosas, pagó la cuenta de la pensión y se fue caminando lentamente a la estación de ferrocarril. Se sorprendió al encontrar al viejo, que nunca salía a la calle, esperándolo para despedirse. No estaba borracho, esta vez, y le dijo que Javier y el muchacho se habían hecho cargo, por un rato, de atender a los clientes. Ana no apareció. Cuando el ferrocarril se puso en marcha, abrió el maletín y luego de destrozarlas con pasión, fue dejando volar por la ventanilla, los restos de las pinturas de los últimos tres días de trabajo. En el fondo del bolso encontró el dibujo coloreado del dragón. Otra vez no tuvo valor para romperlo pero lo vió volar, alejándose de él. Después respiró profundamente y se durmió con cierta tranquilidad. Estaba empezando el regreso.

Colonia, Sonia Calcagno Vigna. Corregido, 26 de agosto de 1999.

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